miércoles, 22 de febrero de 2017

A mi cuerpo.

Cuánto le debo a mi cuerpo.

Cuánto le debo. Por crear de la nada dos placentas. Porque esas placentas alimenten a dos seres indefensos, vulnerables, frágiles.
A mi útero, por aguantar el peso de dos bebés durante treinta y nueve largas semanas. Por soportar el dolor de las contracciones, fuerte, intenso, rompedor. Por soportar, después, los entuertos, la cuarentena, la sangre.
A mis ovarios. Por producir y secretar los óvulos. Por soportar dolor durante varios días, una vez al mes, durante treinta años.
A mi espalda, por soportar la ciática, los calambres, las contracturas. Por soportar 12 kilos adicionales. Por levantarse de la cama todas las mañanas.
A mis piernas. Por andar cuando estoy agotada. Por correr cuando es necesario.
A mis pulmones, por llenarse de aire con cada respiración. Por ayudarme a relajarme cuando estoy nerviosa. Por ayudarme a llevar el oxígeno a la placenta y así, ayudar a mis hijos también.
A mi pelvis. A mi cadera. A mi canal de parto. A mi vagina. Por abrirse ante una nueva vida. Por soportar tres kilos saliendo hacia la luz. Por soportar una incisión y más de veinticinco puntos. Por curarse. Recomponerse. Por hacerme sentir poderosa, grande, viva.
A mi hipófisis. Por segregar y regular hormonas tan importantes como la prolactina o la gonadoliberina.
A mis pechos. Por alimentar a mis hijos. Por nutrir mi alma. Por soportar las subidas a deshoras. Por trabajar cuando quieren descansar. En ocasiones por soportar grietas, mastitis, ingurgitaciones.
A mis ojos. Por aguantar abiertos a las 5 de la mañana. Por permitirme ver lo más bonito que he hecho nunca. Por soportar los ríos de lágrimas en días duros, en noches largas.
A mi boca. A mis cuerdas vocales. Por permitirme cantarles las nanas más dulces. Por permitirme decirles cuánto los quiero, cuánto los necesito.
A mis labios, porque gracias a ellos puedo besar, besarlos.
A mis oídos, por escuchar los llantos a media noche. Por permitirme oír el sonido más maravillosos del mundo, su risa, sus carcajadas.
A mi nariz, por recibir el olor a bebé, a comida recién hecha, a las flores que me regalan o a café por las mañanas.
A mi cabeza, a mi cerebro. Por no permitir que los pensamientos negativos me ahoguen. Por su fuerza. Por caer en la depresión y por demostrarme lo fuerte que soy al salir de ella. Por permitirme estudiar, trabajar y criar al mismo tiempo. Por no volverse loco con tanto estrés. Por hacerme saber cómo organizarlo todo bien, aunque a veces esté sumida en un profundo kaos. Por soportar la falta de sueño, las noches sin dormir.
A mis estrías. Por recordarme todos los días de lo que he sido y soy capaz. Porque no me molestan. Porque las veo bonitas.
A mis brazos. Por permitirme rodear con ellos a la gente que quiero. Por soportar las agujetas al estar todo el día cargando a mis niños.
A mis dedos. Porque gracias a ellos puedo hacerles cosquillas, acariciarlos.
A mis rodillas. Por permitirme ponerme a su altura. Hablarles de tú a tú. Jugar en el suelo. Agacharme a curarlos, a besarlos, a tomarlos.
A mis muslos. Porque mis hijos se sientan en ellos. Se duermen en ellos.
A mi estómago. A mi aparato digestivo. Por soportar que haya días que no tenga tiempo para comer. O que en ocasiones solo pueda malcomer.
A mi piel. Por todo lo que ha soportado. Por las heridas que se han curado. Por las cicatrices que me ha dejado. Cada una es una historia, un recuerdo. Está bien recordar.
A mi corazón. Por seguir latiendo. Por latir por ellos.




Gracias a cada poro, a cada célula, a cada marca, a cada órgano. Gracias por hacer que lo que estoy viviendo día a día sea posible. Gracias por ser fuerte, poderoso.
Porque cuando pienso que no puedo más, miro lo pasado y veo que sí. Que siempre puedo.



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